lunes, 2 de mayo de 2016

El divino derecho al estancamiento (Nathaniel Branden)

(extracto de "La Virtud del Egoísmo")

Para toda especie viviente, el crecimiento es una necesidad de su supervivencia. La vida es movimiento, un proceso de acción destinado a la autoconservación, que un organismo debe llevar a cabo para seguir existiendo. Este principio es tan evidente en las simples conversiones de energía de una planta como en las actividades del hombre, complejas y proyectadas a largo plazo. Desde el punto de vista biológico, la inacción equivale a la muerte.
...
Si la vida es un proceso de acción destinada a la autoconservación, entonces éste es el modo de actuar y de sobrevivir que distingue al ser humano: pensar, producir, enfrentar los desafíos de la existencia a través de un esfuerzo y una inventiva permanentes.
Cuando el hombre descubrió cómo hacer fuego para calentarse, su necesidad de pensar y esforzarse no cesó; tampoco cesó cuando descubrió cómo fabricar un arco y una flecha; asimismo, no cesó
cuando descubrió cómo construir un refugio de piedra primero, luego un edificio de ladrillos, y después uno de vidrio y acero; tampoco cuando extendió su expectativa de vida de los diecinueve años a los treinta, cuarenta, sesenta o setenta años: mientras exista, su necesidad de pensar y esforzarse no cesará jamás.
Todo logro del hombre es un valor en sí mismo pero constituye, a la vez, un escalón hacia logros y valores mayores. La vida es crecimiento; no avanzar equivale a retroceder; la vida sigue siendo
vida sólo mientras se avanza. Todo paso hacia adelante abre para el hombre un horizonte más amplio para sus acciones y logros, y crea la necesidad de tal acción y de tales logros.
No existe una “meseta” final y permanente. El problema de la supervivencia nunca se “soluciona” de una vez y para siempre, sin necesidad de pensamiento o acción adicionales. Más precisamente,
el problema de la supervivencia se resuelve si se reconoce que ésta requiere crecimiento y creatividad constantes.
El crecimiento constante es, por otra parte, una necesidad psicológica del hombre, una exigencia de su bienestar mental. Para lograr ese bienestar debe poseer un firme sentido de control sobre la
realidad y sobre su existencia: la convicción de que es competente para vivir. Para esto no hace falta omnisciencia ni omnipotencia, sino el convencimiento de que los métodos personales para tratar los
hechos de la realidad, los principios de acuerdo con los cuales uno funciona, son correctos. La pasividad es incompatible con este estado. La autoestima no es un valor que, una vez alcanzado, se mantiene en forma automática y permanente; al igual que cualquier otro valor, incluyendo la vida misma, sólo puede mantenerse mediante la acción. La autoestima, la convicción básica de que uno está capacitado para vivir, se conserva únicamente mientras se está comprometido en un proceso de crecimiento, mientras se está entregado a la tarea de incrementar la eficacia personal.
En los seres vivos la naturaleza no permite la inmovilidad; cuando se deja de crecer comienza la desintegración, no menos en el terreno mental que en el físico.
Al respecto, obsérvese el fenómeno ampliamente generalizado de hombres que son viejos cuando llegan a los treinta años. Éstos son aquellos que, habiendo llegado a la conclusión de que ya “pensaron bastante”, se dejan llevar por el impulso decreciente de sus esfuerzos pasados y se preguntan qué ocurrió con su pasión y su energía, por qué sienten una vaga ansiedad, su existencia parece tan desolada y empobrecida, tienen la sensación de que se están hundiendo en un abismo sin nombre. Nunca se dan cuenta de que, al abandonar la voluntad de pensar, uno abandona la voluntad de vivir.

Durante un viaje en avión que realicé tiempo atrás, me vi envuelto en una conversación con un dirigente sindical. Comenzó a condenar abiertamente el “desastre” de la automatización, aseverando que cantidades cada vez mayores de operarios quedarían permanentemente desocupados como resultado de las nuevas máquinas, y que “habría que hacer algo al respecto”.
Contesté que esto era un mito refutado muchas veces. La introducción de nueva maquinaria siempre resultó en un aumento de la demanda de mano de obra que, además, elevaba el nivel de vida en
general. Esto podía demostrarse teóricamente y la historia lo ponía de manifiesto. Remarqué que la automatización aumentaba la demanda de operarios capacitados en relación con la de mano de
obra no calificada y que, sin duda, muchos obreros se verían en la necesidad de aprender nuevos oficios. “Pero”, preguntó, indignado, “¿qué ocurrirá con aquellos que no quieran aprender las nuevas
habilidades? ¿Por qué deberían tener problemas?”
Esto significa que la ambición, la visión de futuro, el empuje para hacer las cosas cada vez mejor, la energía viviente de los hombres creadores, habrá de ser ahogada y reprimida en favor de aquellos
que “ya pensaron bastante”, “ya aprendieron bastante” y no desean preocuparse por el futuro ni por la molesta cuestión de saber de qué dependen sus empleos.
Ningún hombre que estuviera a solas en una isla desierta y tuviera que asumir toda la responsabilidad de su propia supervivencia podría permitirse el engaño de que no debe preocuparse por el mañana, que puede descansar sobre los conocimientos y habilidades de ayer pues la naturaleza le debe “seguridad”.
Únicamente en la sociedad, donde la carga de la deserción de un hombre puede ser transferida a los que no desertaron, se puede pretender un engaño semejante. (Y es aquí donde la moralidad del altruismo se vuelve indispensable, para proveer la aprobación requerida por tal parasitismo.)
La doctrina del divino derecho al estancamiento demanda:

• Que todos los hombres que realizan el mismo tipo de trabajo deberían recibir igual salario, independientemente de cómo trabajen ni de cuánto produzcan, castigando así al mejor operario en beneficio del incapaz.
• Que los hombres conserven sus puestos, o sean promovidos, no por sus méritos sino por su antigüedad, de modo que el mediocre que ha ingresado antes sea favorecido en perjuicio del talentoso recién llegado, bloqueando así el futuro de éste y el de su potencial empleador.

El capitalismo, por su propia naturaleza, implica un proceso de actividad, crecimiento y progreso constantes. Crea las condiciones sociales óptimas para que el hombre responda a los desafíos de la
naturaleza de la manera que mejor convenga a su vida. Opera en beneficio de quienes elijan ser activos en el proceso productivo, cualquiera que sea el nivel de su capacidad. Pero no responde a las
demandas del estancamiento, como tampoco lo hace la realidad.

Nota personal de Leo: el último párrafo me hace repensar el texto entero y me genera muchas dudas... Es ese progreso imparable siempre bueno? Que hay acerca de la sobre-producción o la explotación (no solo humana sino también de recursos)? 
Ha sido escrito en un momento donde o no se notaba o no estaba en la agenda el cambio climático o el impacto ambiental de ese progreso imparable inherente al capitalismo.
También si bien la desigualdad se ha reducido comparando la actualidad con tiempos de feudalismo por ejemplo, todavía seguimos viendo niveles de desigualdad muy groseros y que son fuente de injusticias y violencia. 

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